Los danzones iban y venían por su mente cuando en la mitad de la década del 40, introdujo en estas piezas musicales, una parte final cantada. Aquello fue el acabose; los bailadores no solamente marcaban los compases al ritmo de la música, sino que también cantaban junto al coro de la orquesta, formado por los mismos instrumentistas, (una novedad introducida por Jorrín). Aquellos pegadizos estribillos poco a poco pasaban al habla popular: se estaba gestando el nacimiento de un nuevo ritmo. Los años 40 y también la década que siguió, los 50, fueron pródigas en la creación de novedosos bailes y en la cristalización de tendencias que ya se olfateaban. Puede decirse que el mambo y el cha-cha-chá, casi surgieron al unísono.
El arquitecto de estas maravillas, el hombre que supo recoger elementos dispersos y darles coherencia llevó por nombre Enrique Jorrín. Nació en la occidental provincia de Pinar del Río y desde que abrió los ojos en el año 1926 no concibió otra cosa que tocar y componer música, con su inseparable violín. Sin embargo, su primer instrumento fue un destartalado piano que pertenecía a su hermana. Olvidaba estudiar las lecciones escolares, y se ganó unos cuantos regaños de sus padres por estar consagrado al estudio autodidacta del solfeo y la teoría musical. Estos precoces conocimientos fueron los que le permitieron con tan sólo 12 años componer su primera pieza, el danzón Osiris.
La vergüenza del joven Jorrín
Jorrín le dijo que no al deseo de sus padres de que estudiara medicina. Tanto y tanto anhelaba ser músico profesional que deserta en el último año de bachillerato para consagrarse a la música. Ya algunas orquestas tocaban números de su autoría y decidido por estos triunfos, reemplaza un día a su hermano Miguel, también músico, aunque de más experiencia, en un programa de radio de la emisora de los Ómnibus Aliados, sita en Belascoaín y San José. El joven Enrique sabía de sobra que su familia estaba pegada a los enormes aparatos radiales de la época para oírle en su debut, pero desgraciadamente se llevó un gran chasco, los nervios le jugaron una mala pasada y no pudo tocar ni la mitad de las notas asignadas en la partitura. Regresó a su casa desconsolado, aunque de mucho sirvieron las palabras de aliento de familiares y amigos. Enrique Jorrín jamás olvidó este pasaje de su vida profesional y cada vez que veía a jóvenes debutar se acordaba de este descalabro. Claro que este incidente no lo amilanó, como bien demostró su carrera posterior.
El Cha-cha-chá, distinto y exitoso
Jorrín tuvo en el violín un compañero inseparable
A diferencia del mambo, que requería bailadores experimentados y ágiles, los pasos del cha-cha-chá eran suaves, el ritmo lleva el nombre del sonido “que hacen” los pies de los bailadores cuando marcan el compás. Entre las muchas innovaciones realizadas por Jorrín, además de la ya mencionada de formar coros con los propios integrantes de la orquesta, estuvo la introducción del sonido amplificado en el trabajo de los conjuntos que hacían música bailable. Antes, en los grandes salones de baile, solamente se ponían dos o tres micrófonos, dedicados generalmente al cantante, el bajo, el piano o el timbal, pero había muchos instrumentos “mudos”, sobre todo las cuerdas. Jorrín amplificó el sonido de los violines otorgando un sello distintivo a las orquestas charangueras de la época.
La efervescencia del cha-cha-chá estaba en su punto máximo cuando en 1953 la orquesta de Jorrín popularizó nada menos que siete números: La engañadora, Nada para ti, Osiris (al principio danzón y después convertido en cha-cha-chá), El alardoso, Me muero y Miñoso al bate. Fue tan descomunal el éxito que en las victrolas de los bares, las placas de vinilo se gastaban y eran cambiadas cada semana. Se podía mover el dial del radio por las treinta y seis emisoras que habíaen aquellos tiempos y con seguridad en alguna de ellas estaban poniendo La engañadora. La fiebre se extendió a otros compositores de la época, que empezaron a hacer cha-cha-chás de mucho éxito, como Rosendo Ruiz (hijo) con Rico vacilón y Los marcianos, Richard Egües con El bodeguero popularizado por Nat King Cole y Miguel Jorrín con No te bañes en el Malecón.
Jorrín: Un hombre común
Pocos artistas han disfrutado en vida de la consagración de su obra, uno de ellos fue sin duda Enrique Jorrín. La muerte se lo llevó en plenitud de facultades (en 1987 y con apenas sesenta años de edad), con proyectos a medio realizar y la ilusión de venideras giras, contratos discográficos y un prometido documental acerca de la historia de su vida y su labor musical, que lamentablemente nunca se llevó a vías de hecho.
Al preguntársele si al haber llegado a la cumbre de su carrera artística se sentía satisfecho, el autor de más de 500 obras decía que nunca se alcanzaba la plena satisfacción, siempre quedaba algo por concretar. Sin embargo, le llenaba de orgullo aparecer en la historia musical de un país como Cuba y que el mundo supiera que el internacionalmente famoso cha-cha-chá lo había hecho un ciudadano común que paseaba por las calles habaneras.