Benny Moré o los medicamentos del alma
Por: Rodolfo J. De La Fuente Escalona
Cuando creo que voy a caer en una depresión inminente o cuando alguna de las patas de mi fe, abrumada, comienza a fallar por el camino demasiado largo y la falta de luz al final del túnel; cuando siento que voy a maldecir, decepcionado, este oficio intangible y único de ser cubano que me viene por plantilla y es lo que quiero ser y no otra cosa, entonces no me sueno un Diazepam ni busco corromper mi angustia con un cura o un sicoterapeuta, sino que corro a poner un disco de Benny Moré.
Una tarde de 1985 descubrí que era la mejor medicina para un alma de pronto confusa, con alas de desilusión de cualquier tipo batiendo sobre la ceniza de mucho sueño acumulado.
Pero la primera vez que escuché al Benny fue en el círculo social, bajos de los 60s, donde mi padre iba los domingos, allá en Báguanos, a tomar un par de cervezas frías con los amigos, Aparte de echar y echar níckeles interminables para que yo escuchara El platanal de Bartolo o al Septeto Nacional, o Lucho Gatica afirmando que cuando la luz del sol se esté acabando él estaría ahí, en la espera, la voz del Benny se mezclaba de manera singular, como dejando una cicatriz sin herida previa, con la caída de la tarde, rompiendo los colores de un viejo mediopunto de cristal, pero dejando ver, por otras puertas, un amarillo que perdía intensidad, iba tomando un oro yéndose en fade out silente, en alquimia que llevaba, directo a la sombra.
No sé si será porque fue la banda sonora de mi infancia, o porque después entendí que esa voz encerraba, unánime, el alma de mucha gente a lo más largo y ancho del país, pero lo cierto es que nunca he podido ni he querido alejarme demasiado por esa oscura pradera por donde puedo andar con los ojos cerrados, que siempre me convida.
Bartolomé Maximiliano Moré
Un auténtico genio que jamás estudió música
Nació, lo sabe todo el mundo, en Santa Isabel de las Lajas, el 24 de agosto de 1919. De origen muy humilde, su compadre Enrique Benítez me ha contado las veces que tuvieron que salir por esos mundos de Dios a buscar un tajo de caña que coger, alguna pega donde buscar los reales, allá por Vertientes. Bartolo siempre con el ánimo arriba, esperando que la vida le diera su oportunidad, malcomiendo, amable y cariñoso, jodedor y criollo, con aquella voz como entrega a mano personalmente por Dios.
En 1940 decidió venir a La Habana a buscar fortuna, o que esta lo encontrara trabajando, pues hizo de todo en la capital: cargó el mundo de un lugar a otro, y por noches, con su guitarrita vieja, iba a fletear por cuanto bar de buena o mala muerte encontrara, cantando cualquier cosa por la propina, que buscaba como todo el mundo, al final de cada canción, con un “coopere con el artista cubano…”
Me imagino cuántas noches de irse en blanco, sin nada en el estómago a la hora de abordar el catre, donde estoy seguro que soñaría con escenarios magníficos, con un público delirando abajo y gritándole agradecido, recibiendo el cariño rendido de todos, y con el dinero entrando por tubería, que tuvo después, para ayudarse y ayudar a los demás. Sobre todo a Virginia Moré, su madre, que había quedado allá en Santa Isabel de las Lajas, querida; en su rutina de cada amanecer y la alegría de pasar a despejar el peso crudo de la vida por el Casino de los Congos.
Pero la calle es una escuela, si se sabe sacar de ella los jugos secretos de la vida, y Bartolo, cuenta Benítez y los que lo veían pulirla cada noche, se iba haciendo de una pequeña fama, porque la ponía donde era, afinado y con un sentido del ritmo que hacía parecer su voz un suave tul cayendo, o un río desbordado, algo de la naturaleza, directo como un aguacero súbito.
En 1945 Miguel Matamoros tiene 51 años de edad y lleva veinte años cantando con Siro y Cueto. A veces amplía el formato, y tiene a Repilado y otros músicos que llenan el sonido para bailes y presentaciones en teatros. Bartolo ya tiene su espacio en El Templete, Avenida del Puerto, buen sitio donde caen buenas propinas.
Ese año Miguel tiene un contrato para viajar a México y no quiere cargar con el peso de la voz prima. Mozo Borgellá le había comentado a Cueto de un muchacho que estaba cantando con él, con una voz como de alambre dulce y Cueto le comenta a Miguel, quien le pide a Borgellá oír al muchacho y ahí queda contratado para esa gira, que sería la primera puerta de entrada a la inmortalidad, que siempre tiene varias entradas invisibles, las aparenta, pero algunas son falsas.
Tras la actuación en México, cuando ya están por regresar, Bartolo le dice a Miguel que se queda. La altura de la ciudad no le hace bien a Miguel. En ese tiempo, tomándole el tamaño a las cosas, el guajirito de Lajas comenzó a saber lo que quería, y lo tenía a la mano y estaba decidido a ir a por ello. Miguel no se inmutó. Lo miró fijamente y le dijo que se quedaba bajo su responsabilidad. Le entregó su parte de la ganancia y le deseó suerte. Con ese fino humor natural que siempre tuvo, Siro le recomendó que se cambiara el nombre porque en México le decían Bartolo a los burros…
Benny Moré no la tuvo fácil en esos días iniciales
Con su amigo Chicho Piquero anduvo buscándose la vida, con ayuda de Ninón Sevilla y otros cubanos, hasta que consiguió espacio para hacer algunas grabaciones con una agrupación que arma Humberto Cané, con la orquesta de Arturo Núñez y otras, por medio de las que alcanza alguna notoriedad, hasta que llega a la orquesta de Pérez Prado. Ahí consolida su posición con éxitos que trascienden a Cuba, pero decide venir a finales de 1950, cuando está en pleno ascenso y aún quedan grabaciones que saldrán al mercado sin su presencia en tierras mexicanas. Lo demás es historia conocida.
Creo que después de su estancia con Pérez Prado es que el Benny ve claro, muy claro al fin y por completo, qué debe hacer, y eso hará. No quiere ser cantante de ninguna orquesta, y ya ha pasado por encima a los dos cubanos con plaza en México antes que él, Kiko Mendive y Vicentico Valdés. Regresar a Cuba era una meta: ser profeta en su propia tierra, lograr los aplausos ya logrados en México en los paisajes que lo habían visto trabajar de carretillero en La Habana o cortador de caña en Vertientes. Llega y marcha a Lajas, su rincón querido, y tras un tiempo ahí se va a Santiago, donde Mariano Mercerón le hace espacio en su orquesta. En esta ciudad un señor le dice que él no es Benny Moré, pues el cantante, que ha visto, afirma el señor, es bajito y gordito y no flaco como él. Dobla entonces su voz en una victrola y todo el mundo se convence de que él, es él.
En 1952 está en La Habana, con la Orquesta de Bebo Valdés, que anda lanzando su ritmo Batanga. La RCA Victor estaba sacando aún grabaciones mexicanas, pero en septiembre de ese año entra en la orquesta del mago Ernesto Duarte, y comienza a pegar grabaciones hechas aquí, en su tierra, entre ellas ¿Cómo fue?, del propio Duarte, que se ha quedado pegada hasta que se acabe el tiempo y la memoria.
Al siguiente año, armado ya de todo lo que debía saber, madurado su talento en el fogueo de años cantando en todo tipo de medios, forma su tribu, su Banda Gigante.
Ahí comienza su última etapa en olor de fama absoluta, creciente, con grabaciones que irán ganando popularidad para quedarse flotando, como estrellas en los atardeceres perennes de la historia. Pero Benny, quien compone con sentimiento, le abre sus puertas a otros autores, incluso desconocidos, como Ricardo Pérez, a quien le graba dos temas que serán éxitos, Tú me sabes comprender y ¿Qué te hace pensar? Y de los ya famosos de antaño, registra Como un arrullo de palmas, de Lecuona, que deja el tema en la memoria popular de esta manera y no se concibe que las palmas arrullen en otra voz que no sea la suya. Es, como dijo Retamar, un huracán de fuerza 10, que va moviendo su entorno, revolucionando, como en un asombro de adolescente de lo que puede dar la vida con el éxito, como llegar a Varadero y conocer la felicidad, la paz y creer que todo es verdad. Pero la verdad es que el Benny llega a cotas sin clasificación. Lo quieren en todas partes y se va montando, con minuciosa mano de azar, su mito de informal, de si “¿viene o no viene?”, incluso donde no está contratado, y su nombre sirve para atraer multitudes.
Es un ritmo muy violento, sobre todo para un organismo maltratado por el hambre y el rudo trabajo desde la niñez. Y ese beber que no cesa, hasta que comienza a pasarle la cuenta.
Benny no conoce teoría ni solfeo, pero él hace su propia teoría y solfeo. No hace arreglos, como se ha dicho y repetido, en el sentido literal, sino que sienta a Generoso en un bar, frente a dos dobles de añejo matinal, y le dice lo que quiere: las trompetas van haciendo esto (y lo hace con la boca), el piano hará esto… y Generoso va copiando lo que después sonará como salido de un aparato de alta tecnología.
El Benny cantaba de todo y para todos…
La época en que Benny graba tiene limitantes, con respecto a la nuestra, en materia de técnicas de sonido. Medardo Montero fue un genio en eso de acomodar a la gente en el estudio de Radio Progreso, y lograr planos de sonido con un: “ponte más pa’llá, Fulano”, logrando que el micrófono captara la magia del conjunto acomodando las partes por medio de una intuición que se hace método.
Como Gardel, se ha dicho que el Benny canta cada día mejor. Pero —y me dice Díaz Ayala que eso es secreto de estado—, tiene algunos problemas de dicción que la orquesta tapa en los finales de frase, montándose encima de la voz que se va yendo. Quizás los problemas de su nueva dentadura le hagan fallar un sonido, pero ahí está, a pesar de todo, contra todo, sin desafinar nunca ni una micra, aunque llega al estudio con una resaca perenne (de alcohol y de vida), metiendo aquellos agudos, notas altas que rebotan arriba en el estudio y erizan por su intensidad, o cuando apiana, (y con las manos manda a la orquesta a que haga lo mismo), o cuando le dice a Pedro Vargas, el mejor cantante que ha tenido la lengua española, cuando el azteca le pregunta si tiene sus partituras para a grabación del dúo, que arranque, que él lo sigue. Y cómo lo siguió, aquel 10 de enero de 1957, cuando ambos astros dejaron registradas sus voces, acopladas como si toda la vida hubieran estado esperando este momento.
La vida le jugó una mala pasada a Benny Moré y nos la jugó a todos los cubanos, cuando lo fue minando, debilitando, y a pesar de todos los esfuerzos, de todos los cuidados, permitió que se nos fuera, el 19 de febrero de 1963, cuando había alcanzado su definición mejor.
Con Benny Moré, como con Silvio o Pedro Luis, como pasa con artistas de calibre infinito como Lecuona, Eliseo Diego, Saumell o Lezama, que plasman y concentran, que fabrican lo nacional; se puede tocar lo trascendente, elevarnos sobre el momento, flotar para alcanzar todos los equilibrios, palpar las esencias de la vida, de la más plena cubanidad, y regresar abajo, a lo diario, con esa misma energía que transmiten.
Pero ese tránsito hacia la muerte: Vía, no término; como bien supo Martí, lo ubicó en los espacios inespecíficos e irreductibles del mito, y, en efecto, cada día canta mejor, cada día es más esencia de los cubano, metáfora de la nación pequeña y pobre que puede alcanzar la estrella más alta, la solitaria que se ubica en el triángulo y las franjas. Por eso, cuando estoy triste, o cuando se me caen las alas del corazón, como cardiópata que corre a buscar su píldora, corro a poner un disco de Benny Moré.
Lunes 8 de diciembre, 2008
Fotos: fotogramas del documental “Salut les cubaines” de Agnès Varda, 1963
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